PRUEBA PARA SABE

Ernesto Baertl 60 61 Prueba para sabe colectivas a las que nadie era ajeno. En Semana Santa se suspendían todas las actividades que no fueran religiosas, dentro de la casa no se hablaba o si se hablaba se hacía en voz baja; hasta en las calles reinaba el silencio y el tráfico, que normalmente eramuy tranquilo, desaparecía en esos días casi por completo. Ese rigor durante las fiestas religiosas se manifestaba también en las procesiones, especialmente en la del Corpus Christi, que en Barranco se celebraba por las calles principales con la participación de todos los vecinos. La procesión marchaba a paso lento y se detenía en determinadas casas en las que los dueños habían arreglado sus propios altares. Infaltablemente se incluía una banda de música, un sacerdote que presidía lamarcha bajopalio,más atrás el grupode beatas cubiertas con mantillas negras y murmurando sus oraciones entre las nubes de humo de los sahumerios; luego, los fieles comunes y corrientes, incluyendo a los chicos del barrio -que éramos fijos en toda procesión- y, cerrando lamarcha, los turroneros y otros vendedores de dulces que aprovechaban la ocasión. Tampoco nuestras diversiones escapaban a la religión, sobre todo cuando nos convertimos en adolescentes y apareció este tema del que no se hablaba jamás pormás que fuera omnipresente: el sexo. Para ir al cinema debíamos pasar por la censura de la Liga de la AcciónCatólica, que publicaba unboletín con la lista de las películas que eranapropiadas o inapropiadas para nosotros.Mi tíaCarmen revisaba cuidadosamente ese boletín todas las semanas y según su veredicto obteníamos el permiso para ir a ver alguna película o nos alejaba de otras. Ya entre los 13 y 15 años me mandaron interno al colegio Santa Rosa de Chosica. Allí todos los viernes teníamos función de cine y el padre proyeccionista tenía un método más expeditivo de censura. Generalmente, en escenas de amor, en las que lo más que se podía observar era un apasionado beso, bajaba una tapita del proyector y oscurecía toda la pantalla. Así decidía sobre la marcha qué podíamos ver y qué no. Desde luego, cada vez que todo se iba a negro, la sala repleta estallaba en silbidos y abucheos en medio de la oscuridad, lo que impedía que nos identificaran, pero la protesta resultaba inútil porque, aunque las pifias fueran generales, el cura no volvía a pasar las imágenes hasta que la escena se hubiera enfriado. La vida era tan sencilla que comparada con esta época nos parecería austera. Mucho de lo que necesitábamos se hacía en casa, y las cosas teníanuna segunda o tercera vida antes de ser desechables. Los zapatos gastados eran llevados al zapatero del barrio para que les cambiara la media suela, renovar el taco y teñir el cuero. El par de zapatos regresaba como nuevo y listo para servir por lo menos durante un año más. Lo mismo ocurría con la ropa que pasaba de los más grandes a los más chicos, previo ajuste de la costurera odel sastre. Amíme vestían con los ternos del abuelopero, como seguramente ya estabanunpoco gastados, se los volteaba para usar la tela por el otro lado. Una consecuencia era

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